El confinamiento y el momento perfecto para practicar yoga

En esta época en la que todos los días parecen ser casi iguales, dedicarme a la práctica de yoga ha traído grandísimos beneficios para mi salud física y mental.

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Como la mayoría de la población, cuando empezó la cuarentena –a la cual ya aprendí a llamarle “confinamiento”, ya que lleva casi un año de duración–, decidí aprovechar el tiempo entre paredes para aprender algo. Llevaba unos ocho años practicando yoga, pero no siempre con mucha constancia. Así que este periodo era ideal: sin eventos, sin viajes, sin horarios laborales impredecibles. Me inscribí a las clases online de Shala Ashtanga Yoga, el estudio de mi amiga Steph (que siempre me había invitado a inscribirme) y su socia Naty. 

Aquí se especializan en el estilo Mysore, un sistema tradicional que nació en la ciudad del mismo nombre, en India. Cada alumno va aprendiendo las posturas que integran las series conforme sus habilidades y necesidades se lo permiten, guiado por su maestro, y conectando cada postura con su respiración. La idea es que, eventualmente, el alumno se aprenda la serie y pueda practicar en cualquier momento y en cualquier lugar. El estilo Mysore resultó perfecto para mí, pues a diferencia de otras clases, en las que me frustraba no poder hacer las posturas que otros alumnos ya lograban, aquí mi propia evolución me ha ido llevando a ellas. 

Ha pasado casi un año, y aunque estoy lejos de ser una yogi avanzada, debo decir que he logrado aprender mucho más de lo que imaginé. Sobre todo, he cambiado muchísimas ideas que tenía sobre mi cuerpo y mis capacidades. Antes no me consideraba flexible, decía que tenía los brazos débiles, que nunca me podía despertar temprano para hacer ejercicio. Poco a poco, he comprobado que todo eso es mentira. Ha tomado mucho trabajo, y no voy a negar que el 90% de los días me duele escuchar el despertador. Pero me despierto. 

Mi siguiente objetivo, además de seguir avanzando en mi práctica (te estoy hablando a ti, Bhujapidasana), es poder llevar estos aprendizajes más allá del mat. Creo que si en yoga he entendido que soy más fuerte, constante y flexible de lo que pensaba, también puedo aprender a serlo en mi vida diaria. Que si puedo perderle el miedo a pararme de cabeza, también puedo enfrentar muchos otros riesgos que me intimidan –aunque me caiga las primeras 20 veces, y cuando lo logre suelte un grito de emoción que tal vez no sea lo más zen. 

Practicar yoga ha sido, sobre todo, un constante recordatorio de que siempre hay algo nuevo que aprender. Hay posturas que me parecen un acto de contorsionismo y me aterra cuando mis maestras me avisan que ya me toca aprenderlas, así como hay otras que creo dominar y de pronto me informan que tengo que corregir. En un año en el que tantas cosas se detuvieron, en el mat he encontrado motivación para seguirme moviendo. 

Imagen: Melina Kiefer