El efecto terapéutico de regalarme flores

Durante uno de los episodios más complicados de mi vida, desarrollé uno de los hábitos que más bienestar me han traído.

Siempre me han encantado las flores. Flores naturales, vestidos con estampados de flores, perfumes que huelen a flores… en fin. Tener flores en mi cuarto es una costumbre que he adoptado en los últimos meses, y además de mejorar el look general del espacio, ha hecho maravillas por mi (a veces frágil) salud emocional. 

Mi primera referencia del envío de flores se remonta a mis años de secundaria, cuando se usaba que los niños de las escuelas vecinas te enviaran rosas el 14 de febrero –me pregunto si esa costumbre existe todavía–. No era yo la más ligadora y jamás, en mis seis años de secundaria y prepa, recibí una flor. Eso sí, me regalaron varias saliendo del antro, una elegantísima costumbre de la vida nocturna de la Ciudad de México. Esos fueron mi primeros encuentros con el arte de regalar y recibir flores, y por mucho tiempo no los cuestioné. No me voy a poner a despotricar contra la cultura del ligue, ni contra el patriarcado, porque este texto no trata de eso. El caso es que por muchos años, no se me ocurría algo tan sencillo como el hecho de que las flores no necesariamente me las tenía que regalar alguien más. 

El año pasado, mientras pasaba por meses muy difíciles –justo alrededor de la época en la que surgió la idea de Care–, uno de los mejores consejos que me dieron fue que hiciera cosas que me hicieran sentir bien, por más insignificantes que parecieran en el “gran esquema de la sanación”. Desde salir a caminar un ratito hasta pedir una pizza y sentarme a ver una serie –los documentales de sectas se volvieron mi obsesión, porque no quería ver nada que me hiciera llorar–, me di cuenta de que, efectivamente, podían ser las acciones más pequeñas las que mejoraran mucho mi día. 

Entonces decidí comprar flores en el tianguis que se pone en la esquina de mi casa los domingos. Todo el ritual, de principio a fin, me empezó a ayudar muchísimo. Implicaba salir de mi casa, platicar un poco con la señora del puesto y preguntarle qué flores traía ese día –margaritas, gerberas, astromelias, claveles–, para después llegar a mi casa a cortar las flores, ponerles agua y acomodarlas en algún lugar de mi cuarto. Y durante toda la semana, cada vez que las veía, tenía frente a mí un regalo que me había hecho yo misma, por el simple gusto de hacerlo. No tenía que ser mi cumpleaños, ni tenía que ser una ocasión especial. Me merecía flores y ya. 

Así como ir a terapia, tratar de dormir bien o meditar, comprarme flores se ha convertido en un elemento más de mi kit de herramientas para el auto cuidado. Uno de mis peores hábitos es regañarme y juzgarme todo el tiempo, y las flores simbolizan todo lo contrario. Es una muestra de cariño sencilla pero perfecta, como las que más me gustan. 

Imagen: Carrie Beth Williams