Siempre estuve deprimida y nadie me dijo

Hablemos de depresión funcional.

Como el resto del mundo, solía pensar que la depresión se manifestaba en forma de gente que no se podía parar de la cama, que se la pasaba el día llorando o durmiendo y que no veía ninguna razón para seguir viviendo. Hasta que llegué a ese estado, empecé mi recuperación y descubrí todos los matices, manifestaciones y síntomas que tuve desde niña.

Por Tania Covián

Entre más conozco a la depresión, más creo que es parte de la canasta básica de enfermedades que TODO ser humano sobre la tierra experimenta alguna vez en su vida. 

Por supuesto yo también, como el resto del mundo, solía pensar que esta enfermedad se manifestaba en forma de gente que no se podía parar de la cama, que se la pasaba el día llorando o durmiendo y que no veía ninguna razón para seguir viviendo. La televisión a mí también me enseñó que así era la depresión hasta que llegué a ese estado, empecé mi recuperación y descubrí todos los matices, manifestaciones y síntomas que tuve desde niña.

La ironía de mi caso es que soy hija de psicólogos además de que siempre me rodearon de alguna forma (amigues, miles de terapias…) e incluso así no fue posible saber antes de los 37 que siempre estuve deprimida y yo ni en cuenta.

De chavita vivía la depresión hundida en un nerviosismo, angustia, miedo e inseguridad constantes que me hacían despertar diario con dolor de panza y estar siempre fatigada y ausente. Por lo mismo, interactuar y hacer amigos era una misión imposible porque conducida por esas sensaciones me aislaba, no hablaba o me convertía en una niña totalmente pesimista que nunca quería hacer nada, criticaba, se quejaba de todo, era torpe, impulsiva y obviamente caía fatal. 

Aunque de adolescente la cosa mejoró un poco y logré hacer amigos, ese pesimismo, fatiga, incomodidad y terror eternos, y nulas ganas de hacer cosas, se quedaron conmigo. Se disimulaba bastante porque como todos a esa edad probé el alcohol y la fiesta, mis mejores recursos de negación y distracción hasta los treinta y pocos, que me ayudaron a ser divertida e interactuar de forma más normal con el mundo. Aun así seguí siendo difícil de tratar: era la amargada del grupo, la que siempre estaba de malas, nada le parecía, protestaba por todo, se peleaba, regañaba e iba a contracorriente siempre. Todo acompañado de explosiones de ira provocadas por la frustración desbordante de mis emociones. Estaba enojada todo el tiempo.

Durante la universidad fui todavía más funcional (recuerden este término). Sin duda fue una etapa en la que la depresión me dio bastante tregua y pude por primera vez experimentar la vida de forma alegre y con el corazón llenito. Me sentía inspirada, acompañada e identificada, con ganas de hacer todo. Había, por fin, encontrado mi lugar y eso ayudó exponencialmente a no estar condicionada por la tristeza, carencia, vacío y soledad que hasta entonces me habían dominado aunque la depresión siempre encontraba la forma de hacerse presente. Cada vez era más fiestera, más bebedora y las explosiones de carácter y arrebatos hacían su aparición bastante seguido.

Así también fue durante los años posteriores, en los que, a pesar de tener estos síntomas funcionaba de una manera u otra: iba a clases, al trabajo, sacaba buenas calificaciones, era sociable, divertida, me reía, interactuaba, seguía mi rutina y cumplía con mis responsabilidades. Lo que nunca dejó de manifestarse en forma de peleas, confrontaciones, agresiones, conflicto, dramatización o queja fue la visión y reacción fatalista ante las cosas. Ese permanente vicio mental que en automático me llevaba a pensar y resaltar la parte mala, siempre fijándome y yéndome al posible final catastrófico de cada situación además de mi terrible incapacidad de disfrutar de las pequeñas y grandes cosas. 

Resultó que todos estos comportamientos significaban ser depresiva funcional porque todavía no llegaba al grado de estar tirada en la cama dormida todo el día, pero esa forma de ver y vivir la vida determinaron mi existencia entera, mis decisiones y cada minuto de mi día. Perdí amistades, oportunidades y algún noviazgo; me metí en situaciones violentas, abusivas y acepté pésimos tratos y actitudes. La pasé mal TODO ese tiempo en secreto porque ni yo sabía identificar y mucho menos expresar lo que pasaba en mi interior o las sensaciones que tenía.

Hasta que llegó un día en que todo empeoró por mil factores más y entonces sí fui esa depresiva de la tele: dejé de poder hablar, de poder pensar, de concentrarme, de salir, socializar, dormir, comer e incluso dejé de poder salir de mi cuarto. Me costaba la vida levantarme de la cama, lloraba sin cesar y sentía un dolor y pesadez inexplicables que me partían en dos. Era un cadáver viviente aturdido por un ruido y neblina mentales que no me dejaban más que existir. Con el tiempo llegaron los ataques de pánico que acabaron por llevarse las fuerzas que me quedaban y le abrieron paso a los pensamientos suicidas.

Pero aquí entra la parte positiva de ser hija de psicólogos porque cuando llegué a ese punto tan oscuro y cruel supe inmediatamente que mis remedios caseros ya no eran suficientes y que necesitaba ayuda urgente. Empecé entonces mi camino de recuperación ayudada de todas las herramientas en las que yo creo y me funcionan.

Perdoné, desenredé, ordené, superé, indagué, concilié, reconocí, me responsabilicé e hice todo lo necesario para dejar de sentirme así. Cinco años después lo logré. Por primera vez vivo en paz, tranquila, animada, regulada, validando mis emociones y sensaciones, en contacto conmigo misma y entendiendo todo lo que me pasa y ha pasado. La adversidad, obstáculos y golpes ya no derrumban mi mundo. La irritabilidad dejó de ser mi segundo nombre. La desolación ya no me invade. Por primera vez soy feliz y funciono sin estar perturbada o dominada por una sensación negativa y no puedo creer lo bonita y mágica que es la vida.

Las razones de mis diferentes tipos de depresión han sido muchas: mi historia familiar, traumas, tragedias, ambientes y situaciones tóxicas, el contexto en el que crecí, mi condición de PAS (Persona Altamente Sensible, de esa luego les cuento) y un factor importantísimo: en mi casa veía estos síntomas doquier y por eso jamás me pasó por la cabeza que esto fuera raro o atípico; al contrario, me parecía lo más normal del mundo, así que además de todo tuve que desaprender mis percepciones, reacciones y la forma en que me relacionaba con el exterior. 

Si escribo esto es porque estoy segura que de haber sabido mi condición hace años, mi vida habría sido otra y no quisiera que a alguien más le pasara. No lo reprocho, muy al contrario entiendo y atesoro el recorrido con todo mi corazón porque eso me ha hecho amar la persona en la que todo ese dolor me convirtió. Hoy creo firmemente que a mí la depresión en su estado más grave me salvó la vida porque aunque no hubiera encontrado el valor para decidir irme de aquí, habría seguido viviendo sin vivir.

Imagen: Patrick Perkins via Unsplash